Sucedió hace ya 45 años cuando mi madre, la mejor cocinera que conozco, tenía que calmar mis llantos y mis noches en vela, untando mi chupete en leche condensada. Aún conservo en mi memoria gustativa ese sabor.
El despertar
Ya apuntaba maneras de “buen comedor” a temprana edad. El primer recuerdo que tengo de una comida que me llamó la atención y que marcó la gran pasión por las carnes que siento hoy en día, fue en un complejo Hotelero muy conocido de la capital del Principado de Asturias hace 38 años, cuando un familiar que había tenido que emigrar a Francia a buscarse la vida, vino a visitarnos en verano y nos invitó a comer.
Reconozco que mi plato, Solomillo de Buey, lo eligió él por mi. Yo de aquella hubiera pedido un huevo frito y un yogur que era lo que pedía siempre. Fue una experiencia maravillosa, todos sus jugos rebosantes en cada trozo que cortaba, el sabor salino de la sangre y la sal marina y el olor a parrilla me marcaron para siempre.
Las influencias
Después de una infancia feliz al lado de mi madre y mis abuelas, grandes cocineras, empecé a trabajar en el Restaurante Panduku, cuna de la cocina tradicional astur-gallega, con la gran suerte de trabajar con profesionales tan reconocidos como Victor Paradelo, Gloria Paradelo y Jesus Suárez, un gran profesional que me enseñó lo bonito de esta profesión.
Luego tocó “La Mili”, ahí empezó todo. Mi destino, el hogar del soldado, donde la caja tenía que cuadrar todos los días. Hacía tortillas en cocina para venderlas en bocadillos y así sacarme un sobresueldo que venía bien en aquella época.
Pero fue en la parrilla del Llagar de Titi donde sentí la llamada de la carne. Aprendí del mejor, Sito, un virtuoso de las carnes y los pescados que manejaba a su antojo puntos, intensidad del fuego y tiempos de asado con una facilidad asombrosa. Evolucioné a un mundo con posibilidades infinitas. las opciones se multiplican, razas, cortes, maduraciones, cerdo, vaca, cordero, pescados, mariscos, carbones, leñas….. todo cabe en una parrilla.